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viernes, 24 de junio de 2011

De "Las noches blancas" a "Dragolandia": la dimensión más espiritual de "Indian Express".



¿Para qué escribimos los escritores? Supongo que para conectar con lectores como Juan Luis Gordóbil. Para quienes no hayais podido ver el programa Las Noches Blancas del 8 de junio, donde Fernando Sánchez Dragó me hace la entrevista más a fondo sobre "Indian Express", aquí va la reacción de uno de sus espectadores y lector de mi novela en una carta que se reproduce en "Dragolandia".


“Fernando:
Ya he leído el libro de tu amiga Pepa Roma, Indian Express. Sí, está muy bien, me ha gustado. Me decías en tu mail que hablaba de mundos afines a ti y mí. Claro que sí: Ahí están el viaje, escribir, reconciliarse. El viaje para cortar amarras, el viaje sin rumbo fijo, vivir para viajar o viajar para poder vivir. O, escribir para viajar y viajar para escribir. Y una idea que en cierto modo me ha conmovido: Reconciliarse es a veces despedirse, aunque a menudo, después de la despedida, te das cuenta de lo importante que hubiera sido reconciliarse a tiempo.
Y habla también de mundos antagónicos. El que -por un lado- representa Che (el nombre, no sé si elegido a posta, le va como anillo al dedo): superficial, ambiciosa, feminista, posesiva, autoritaria, celosa, envidiosa, capaz incluso, de segar la vida del hijo que lleva en sus entrañas. Che, representa la peor cara de occidente, la que por desgracia, con prisa y sin pausa, se va imponiendo. Un mundo en letargo, de ciegos, de resentidos, de zombis, de fantoches que palmotean y gritan allá donde el espíritu aconseja y reclama el silencio, para hallar una rendija por la que manifestarse, de gente sin alma, que no sabe de dónde viene ni adónde va, ni falta que les hace, piensan ellos.
Lola, es la otra cara (ya difuminada, casi inexistente) de Occidente. Lola es la poquita agua de mayo que nos queda, el mástil al que amarrarnos para desoír los  cantos de sirena que resuenan. Lola no es perfecta, no, pero al menos  sabe distinguir entre caminos.  La pija de familia bien, la progre que fue en sus tiempos, la chica rebelde que hizo el gran viaje, irse a la búsqueda de la India (un mundo, o mejor dicho, un universo por sí misma, o un “estado de ánimo” como dice Pepa), la de los hippies, en la que, por cierto, Dionisio (ahí apareces tú) también se encontraba, en pos de aquel antiguo ideal: “arrancar lo que nos sobra, limpiar lo oscuro hasta hacerlo brillar”.
Es curioso que casi todos los buscadores de entonces, los que os  rebelasteis  y os dispusisteis a cambiar el mundo, perteneciérais  a familias acomodadas y recibiéseis una exquisita educación en colegios de postín. Yo mismo, que también pretendo caminar por esos mismos senderos, y aunque no era de familia acomodada, sí tuve una infancia plácida y me llevaron  a un buen colegio de curas. Por el contrario, quienes pasaron más penurias y sufrieron carencias, por lo general, viven con el resentimiento a flor de piel, lo que les impide avanzar.
Volviendo a vosotros, queríais  un mundo distinto, mejor, más feliz, un mundo que finalmente se fue al traste, un mundo (Lola es consciente de ello) que hoy se acaba y que lo hace, precisamente (me parece a mí), por la idea que tú, Fernando, plasmas en una frase magnífica que aparece al final del libro Dios los cría: “¿El mundo moderno? Cosas que no necesitas”. Incluso el título del libro, Indian Express, que yo atribuí a priori y erróneamente, al viaje, viajar en tren, zascandilear sin rumbo fijo por los caminos, significa  algo que redunda en esa misma idea: la de que todos los símbolos y toda la ilusión, lo “sagrado” de vosotros, los de entonces, están siendo sustituidos por la repugnante y malintencionada asepsia de occidente. El mítico Tanjore (escribe Pepa), más que restaurante, templo de la danza india, hoy sólo es un establecimiento funcional y sin  carácter: el Indian Express. También en Dios los cría sugieres, Fernando, eso mismo, que yo, además, muchas veces había pensado, y es que (no es exacto, escribo de memoria y seguramente con inexactitud) con cada taberna o comercio con solera que cierran en tu barrio, una parte de ti, muere también.
    Y por último, tal vez sea posible que el mundo se esté agotando, por el desgaste de millones de personas dándole vueltas y revueltas a sus cabecitas pensantes, por eso que el yogui Kovalan afirma en este libro: que Lola (los occidentales en general, diría yo) “tiene la enfermedad de pensar”. 
Me ha pillado este libro, Fernando, en un momento especial, en el que necesitaba leer algo así, algo que me reafirmase en el camino al que hace más o menos un mes, me había vuelto a reenganchar. Entonces, de nuevo, comencé a practicar la meditación con asiduidad. Llevaba casi tres años meditando de forma esporádica, lo que no sirve absolutamente para nada. Pero cuando la realizas una o dos veces al día, como yo hago ahora, tu percepción cambia. Y sientes que ese camino es el correcto y por ende, que la vida dormida de los que te rodean, vale muy poco, pesa muy poco.
Esto que viene a continuación, es parte de lo que hace unos diez días, antes de leer este libro, escribía en mi cuaderno:
No niego que la meditación pueda convertirse en adictiva. Floto, fluyo, me encuentro y reencuentro conmigo mismo (con la mejor versión posible), me uno e integro a la totalidad. Así que en tal estado, vibrando en éxtasis (se llega a ese punto si la meditación se realiza correctamente), lo que el cuerpo y el alma me piden, lo que me exigen, es que lo repita una y otra vez, que me siente con la espalda recta y me cobije, como una llamita que tenue, sin estridencias, luce, dentro de ese minúsculo rincón,  que es nada más que mi corazón y nada menos que el universo. Sí, el universo (no exagero); a él me encomiendo, a él me entrego, a él me uno, con él me fundo. A ese universo, que también, es yo.”
Este libro, los tuyos, los de Fernando Díez, los de Ramiro Calle… son esas llamitas que resisten y que de alguna manera impiden que el mundo se apague del todo.
No te entretengo más. Tus memorias, tus jurados, tus conferencias, tus ferias de libros… te reclaman.
Junto las manos, inclino la cabeza y te digo (también  a Pepa, aunque no lo sepa) NAMASTÉ.


Namásté, también yo junto las manos para devolver el saludo a Juan Luis.

En el regazo de Buda, en uno de mis varios viajes a la India y Katmandú

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